Preguntar si se comprendió algo implica enfrentar una seria
dificultad porque no existe un referente empírico claro y estable de lo que se
está pidiendo. El concepto de comprensión se ha ido formando a partir de la
experiencia, de la misma manera en que se aprende el referente de “dolor de
cabeza”, “tener sueño” o el de “recordar”. Casi siempre que un a niño se le
pregunta si tiene sueño, se le está pidiendo que identifique una sensación
fisiológica que su comunidad se ha
encargado de enseñarle cuando ha visto en él ciertas expresiones corporales. Aquí
el referente es relativamente estable, el niño va aprendiendo lo que debe
responder ante la pregunta.
Ahora veamos cuál puede ser la posible experiencia relativa
al asunto de la comprensión de la lectura y qué tan estable ha resultado esta
práctica. El niño pude haber asociado el término “comprender” con: 1) Indicar
la correspondencia entre un dibujo y una expresión impresa. 2) Ejecutar una
acción sencilla en respuesta a una instrucción escrita (escribir su nombre,
unir objetos con una línea, etcétera). 3) Contestar preguntas acerca de
detalles específicos de la lectura (circunstancias de tiempo, modo, lugar,
etcétera). Naturalmente, el asunto empieza a complicarse cuando la extensión de
lo leído aumenta o se le impide volver a leer (convirtiéndose también en un
asunto de memoria). 4) Completar una oración con los cuadros de una historieta.
5) Poner el título a un relato, de tal forma que sintetice la idea central. 6)
Colocar la puntuación inexistente a un párrafo, para darle significado
correcto. 7) Identificar moralejas u otros elementos del texto. 8) leer un
texto con la entonación o dramatización que él mismo exija. 9) decir cuál era
la idea principal. 10) Parafrasear el contenido. 11) Hacer un resumen o
síntesis de lo leído. 12) anticipar un contenido subsecuente. 13) proporcionar
nuevos ejemplos o circunstancias donde se aplique una regla, principio, etc.
14) Determinar los propósitos de un texto (convencer, informar, explicar,
disuadir, etcétera). Y podría extender la lista aún más.
Resulta entonces muy improbable que su referente de
comprensión sea claro y estable. Quizá lo que va aprendiendo el niño –en el
mejor de los casos- es a identificar el tipo de situación de lectura a la que
se enfrenta y las posibles demandas que pueden derivarse de ello; en ocasiones,
lo que se le pide es más o menos claro (como en las situaciones 1 a 4), pero en
otras circunstancias resulta mucho más difícil saber qué se tiene que hacer y
los criterios para que su respuesta se considere correcta o incorrecta, es
decir, no hay reglas claras ni una retroalimentación estable. Sin embargo,
socialmente se le toma como si se tratara de un solo fenómeno con referente
claro y, así, se le incorpora como temática psicológica, que genera amplias y
variadas confusiones.
El adulto suele tener la ilusión tanto de poseer un concepto
claro del término “comprensión” como de identificar su ocurrencia consigo
mismo. Pero al parecer esto no es tan cierto, a juzgar por la literatura al
respecto; así lo señalan los trabajos que evalúan la correspondencia entre la
apreciación subjetiva acerca de la comprensión de una lectura y una evaluación “objetiva”
de la misma; la regla –con pocas excepciones- ha sido que la correlación entre
ambos aspectos es cercana a cero, pese a usar varios procedimientos (Glenberg,
Wilkinson y Epstein, 1982; Epstein, Glenberg y Bradley, 1984; Glenberg y Epstein,
1985; Maki y Berry, 1984). Lo anterior no debería de ser extraño; el concepto
de comprensión abarca múltiples manifestaciones de la vida y los fenómenos a
los que se aplica son muy diferentes entre sí; la idea ingenua que uno se forja
del concepto corresponde en muy poco con la realidad. Se aprenden los usos de
la palabra a partir de determinadas circunstancias que uno no aprende a
describir. No debe esperarse que la palabra comprensión tenga una aplicación
homogénea, sino lo contrario.
Extraído de:
Escobedo, L. G. (2002).
El desarrollo del concepto de comprensión de la lectura. En L. E. Aragón, &
A. Silva, Evaluación psicológica en el área clínica (págs. 83-84).
México D. F.: Editorial Pax México.
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