Adentrarse en la lectura
de Jaime Torres Bodet, es adentrarse en su vida y, sobre todo, en un mundo sin
pararelo de emociones llevadas de la mano por la inteligencia al esplendor de
un nuevo día: su elegancia para cerrar con la más sobria precisión un soneto;
la facilidad con que parece erguir “sobre sillares permanentes” los tercetos
magistrales de Trébol de
cuatro hojas (1958); su habilidad rítmica y, sobre todo, el eco de los
cauces de su conciencia meditabunda donde hallan profundidad de oceáno los enigmas
del ser y del estar.
Todo esto, hace de él no solamente un poeta, sino uno de
los grandes; pues, aunque Gabriel Zaid permita entrever un dejo de reproche
hacia sus discursos edificantes y morales, y hasta el propio Neruda proyecte su
nefasto resentimiento político contra él, tildándolo de “pobre poeta” en alguna
parte del Canto General,
ninguna de estas críticas le resta presencia a una obra de meritoria calidad y
ratificado liricismo trascendental, como es la de un escritor que a la vez
humanista, intelectual y docente, también decidió volcar su encomiable lucidez
al servicio de la nación, siendo uno de los funcionarios públicos más ilustres
que haya tenido México.
En su desempeño como Secretario de Educación Pública
pocos se le comparan; tuvo una actuación díficilmente olvidable: no solamente
le debemos la invención de los libros de Texto Gratuitos que la SEP reparte en
las primarias públicas a lo largo del país; por otro lado se halla, a la par,
la campaña que emprendió contra el analfabetismo en el año de 1944. Cifras
publicadas indican que en tan sólo dos años consiguió que un millón doscientos
mil mexicanos aprendieran a leer y a escribir.
Esta determinación que tanto lo
caracterizaba para llevar a cabo lo que se proponía, sólo es equiparable, como
educador que fue, a la de Bassols y a la de Saénz, y como diplomático, a la
actuación de Alfonso Reyes (Zedillo y Castañeda sólo merecen una mirada
indulgente: el primero, en la Secretaria de Educación, no hizo nada digno de
mencionarse; y sobre el segundo, mejor que yo, Carballo expresó tiempo atrás:
“Torres Bodet realizó como canciller lo que Castañeda no ha hecho en dos años:
resolver magistralmente y sin que se note las relaciones internacionales de
México”). De este modo, declarando “la fe que puse en el fervor humano/ y en la
eficacia del esfuerzo puro”, aunque no excento de un matiz pesimista, llegó al
mediodía de su carrera al convertirse en el único mexicano en ser nombrado
Director General de la UNESCO (1948-1952).
Iniciado en la literatura
con la publicación de Fervor (1918), su primer libro, cuando
apenas contaba con deiciséis años de edad, haría de ella una de las más
destacadas vocaciones en la historia de las letras mexicanas del siglo XX, al
lado de los Contemporáneos;
renovando las fronteras del lenguaje de la poesía, anteponiendo el rigor
programático en el quehacer del escritor e iniciando la crítica de las artes:
pintura, cine y teatro. Traduciendo libros o implementando revistas, a él le
tocó vivir, ser parte de una transición cultural del país: el momento en que
México se pone “en circulación con lo universal” –a pesar de uno que otro
estólido demagogo aferrado a la idea equívoca del nacionalismo-. Luego de esa
primera tentativa redactada dentro de una estética aceptable para la época -nada
más hay que recordar la cita que hace de Mallarmé en las primeras páginas del
libro- vinieron otras en las que la atmósfera poética dudaba aún entre
demorarse en esas mismas trincheras rubendariacas de los modernistas y en los
vericuetos del simbolismo verleniano –lo cual es decir casi una tautología: el
modernismo imperante fue una adaptación de éste último movimiento, así como del
parnasianismo fránces a la lengua castellana, rejuveneciéndola de los lastres
romanticistas- o aspirar a una retórica más personal.
A lo largo de esas muchas
y muy variadas páginas que escribió durante los veintes, encontramos versos de
una tonalidad que emprende vuelo con avidez magnánima (No nos diremos nada.
Cerraremos las puertas./ Deshojaremos rosas sobre el lecho vacío/ y besaré, en
el hueco de tus manos abiertas/ la dulzura del mundo que se va, como un río…”); pero, a media altura, se detiene:
vuelve a descender para arroparse en el nido de una predilección de gusto ya
vetusta (“¡Oh, qué sueño el de mi frente dulcemente desmayada/sobre el ritmo
de tu seno fatigado de gemir, entre el férvido perfume de tu carne acariciada,/
mientras la hora como lúbrica amapola deshojada/ desfallece en las guirnaldas
opulentas del vivir!... ).
Por ello, su producción juvenil, aunque amplia, la
más amplia entre todos sus compañeros, nos suele dar la impresión de ser el
ensayo de su real y definitiva obra que vendría después, a partir de los años
treinta, luego de Destierro (1930), tomo publicado en Madrid y que
tuvo una buena acogida entre los círculos intelectuales españoles. Este
poemario es una región que, transparente al oniricismo y sinuosa a la realidad,
obtuvo el calificativo por el propio autor -al hacer el ajuste de cuentas con
la posteridad de la obra- de "evasión frustrada". De él, contraposición
deliberada a la estricta métrica de su desarollo anterior, y no obstante, que
términa con un soneto, nacen frases tan memorablemente bellas como ésta: "Un sólo sueño basta a quien
espera la fe...".
Los libros más redondos que haya escrito, como la
crítica ha mencionado, son aquéllos en donde la vivacidad de su expresión se
explaya, danzante, por medio de las formas clásicas: Cripta (1937)y Sonetos (1949). Opiniones divergentes son
las que he leído. Para algunas, siempre ha prevalecido en estimado valor el
primero sobre el segundo. Temo no estar de acuerdo con esta idea. El mejor
Torres Bodet se lee en Sonetos. Cripta lo anticipa, pero no lo concreta
enteramente. Dédalo, Isla y Fidelidad, entre algunos títulos más
que no menciono, es donde la armonía anacreóntica del verso asonantado –a la
tradición de Meléndez Valdés- se hace patente de manera inmediata en su
condición huidiza y esencial de arte menor. En su conjunto, Cripta, no sólo pugna por dejar
atrás el panorama de acentuado carácter ultraísta hacia el que guían todos los
caminos y apuntan todas las imágenes andadas y desandadas, una y otra vez de Destierro; además, se esmera en
ganarle a su progenitor un estilo propio que guarde distancia con respecto a
las vanguardias en boga, como el garcía-lorquismo o el nerudismo de aquellos
años que supo ver atinadamente en su reseña, Tablada.
Así, siguiendo la línea de
un refinamiento artístico, el funcionario eficaz, el escritor eminente, el
intelectual brillante, llega a la cumbre de éste en Sonetos: libro en el que nada
es visceral o se percibe farragoso. Creaciones ante las cuáles la sensibilidad
del lector sucumbe, tan rotunda e inexorablemente, en un extásis. Torres Bodet
se logra a sí mismo y a su poética con todos los matices reflexivos de un saber
literario que articula a la perfección con lujo de geómetra a la vez que pintor
renacentista de las sensaciones a detalle: el Durero de la poesía. Pero esto no
es todo.
La idealización próscrita del Yo torresbodetiano que vuelve entonces
sin él, en Regreso, se encuentra, asimismo,
de frente con las huellas de
un sentimiento universal que marcaría, repetidamente, textos de sus obras
futuras: el amor filial.Continuidad, serie de nueve sonetos escritos en 1943 (año en
que muere su madre), y que da casi por finalizado el libro –el que lo cierra
tiene por nombre Epitafio-, es
una obra maestra: supone un lugar aíslado, un archipiélago que perdura con vida
propia, más allá del conjunto al que decidió adherirlo su autor -bien podría
considerarse a la altura del poema de Manrique, Coplas por la muerte de su padre-. Continuidad, es todo un hito en la
historia de la literatura mexicana e hispanoámericana, digno de las mejores
antologías.
No es un poema que haya resentido el desgaste de la tradición oral,
y que las masas hayan popularizado como ha sucedido con tantos otros. Es un
tórrido viñedo que, frente a los años procelosos se resguarda, indemne, en la
reserva de su añejamiento para el que sepa degustar, como todo buen catador de
arte, a la hora de la elección, la altiva exquisitez velada de un Côte de
nuits, por encima del renombre de un Veuve de clicquot. Es sublime en el sentido
que Kant otorga la significación al término, porque su naturaleza melancólica,
que al final se halla disipada frente a la aurora de una “muerte pura” con la
que recobra la existencia, conmueve. En dos de sus tres libros ulteriores, que
serían los últimos (Nudo ciego lo
dejó en preparación y el otro se halla especificado al comienzo de estas
líneas) es decir, Fronteras (1954) ySin Tregua (1957), vuelve a anclar, una vez más,
en la bahía de esa temática con El Doble Exilio, Estela y Presencia; empero, igualmente,
proyecta desde una serena fraternidad con el dolor del mundo, un grandilocuente
humanismo que le dió pauta para trazar algunas de las mejores composiciones
nacidas de su pluma.
En 1964, se retira de la
vida política definitivamente; pero no de la cultural, puesto que se consagra a
escribir los volúmenes de sus memorias y es acreedor a dos reconocimientos por
su obra: el Premio Nacional de Letras (1966) y el Premio Mazatlán de Literatura
(1968). Diez años después de su jubilación, la tarde del 13 de mayo de 1974, y
nueve desde que le diagnosticaron cáncer de colon, al sentir sus facultades
menguarse con el paso del tiempo, decide dar por concluida la existencia
disparándose un tiro en la garganta, rodeado del silencio de los libros de su
biblioteca particular, en su domicilio de Lomas de los Virreyes de la capital
mexicana.
Voluntad postrera que no ensombrece ni ensombrecerá jamás, su legado:
un espacio luminoso de pertinacia sin armisticio y de disciplina que raya en lo
estoico. Porque, con toda justicia, hoy, a más de treinta años de aquel suceso,
Jaime Torres Bodet, puede hacerse indudablemente merecedor de esa frase que
escribiera Hemingway en un capítulo excluido de su novela más aclamada Por quién tañen las campanas: “Uno no es como acaba, sino como
fue en el mejor momento de su vida…”. Y el mejor momento de su vida, perdurará
para siempre -y no con tinta
invisible-, en las páginas más dantescas de la historia de nuestro México
moderno.
Salvador Diego.
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